"El destino del genio es ser un incomprendido, pero no todo incomprendido es un genio"

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jueves, 29 de marzo de 2012

Una noche como otra cualquiera

 No es una noche especial o distinta, el cielo no es más negro ni el aire más denso. Es una noche cualquiera.
 
Mis padres han salido y estoy solo en casa, estudiando en mi habitación de la segunda planta. No consigo concentrarme, por más que lo intento algún pensamiento perdido siempre halla la forma de colarse en mi cabeza. Suspiro. Miro al techo. No puedo, simplemente soy incapaz de centrarme.
Suena algo en la primera planta, un crujido. No le doy importancia, en mi casa ese tipo de ruidos son habituales, provocados bien por el ajuste del parqué, la barandilla de madera o por los perros. Tengo dos perras pequeñas que nunca se están quietas. Ahora escucho como si algo hubiera chocado contra la puerta principal. Serán mis padres, tenían que llegar de un momento a otro. Pasan los segundos pero nadie entra en la casa, que raro.
Me ha parecido oír, aunque muy levemente, el agudo lloriqueo de una de las mascotas. Frunzo el ceño, me levanto y salgo de mi cuarto para asomarme por el tenue hueco de la escalera. No veo nada raro. Que estúpido soy. Me doy la vuelta justo cuando un nuevo lloriqueo llega a mis oídos. Me giro y vuelvo a revisar la parte inferior, lentamente voy bajando los escalones. A cada paso busco algún indicio de alarma por entre las sombras, mis instintos se han activado cualquier mínimo movimiento será una amenaza. Al fin llego abajo. En frente tengo la cocina, a la izquierda un baño y más a la izquierda un pequeño cuarto con una televisión y un sofá. ¿Pero qué…? Hay sangre por el suelo de la cocina, al inicio un charco grande y oscuro, que se alarga arrastrándose por las blancas baldosas para girar a la derecha adentrándose en el salón. Retrocedo un escalón, luego otro, me doy la vuelta y subo los demás de tres en tres, entro en mi cuarto, cierro la puerta y echo el pestillo, agarro mi móvil y marco…no tiene batería ¡Maldita sea! No hay teléfono fijo en mi habitación ¿Y ahora qué hago?
Empiezo por buscar algo con lo que defenderme. Encuentro un abrecartas en un cubilete del escritorio. Tengo que salir de aquí. Mi habitación tiene una terraza desde la que puedo alcanzar un toldo fijo de madera del porche y saltar hasta el jardín. Tratando de hacer el menor ruido posible abro la puerta que da al exterior, salgo y el frío aire invernal eriza mi piel. No importa, tengo que huir. Paso primero una pierna y luego la otra por encima de la barandilla y salto hasta el tejadillo del porche. Cuidadosamente voy descendiendo hasta llegar al extremo. Me preparo para saltar cuando escucho un golpe fuerte detrás de mí, giro la cabeza y veo como un hombre cuya cara oculta un pasamontañas acaba de derribar la puerta de mi cuarto. Resbalo y caigo, mi cuerpo da un giro y mi hombro derecho impacta contra el húmedo césped, el resto cae sobre él y rebota contra el suelo. Trato de levantarme cuando noto un repentino frío en el costado derecho. Bajo la mirada y contemplo con horror el chorreante abrecartas que se hunde entre mis costillas y abre un túnel en mi carne. Debo sacármelo pero cuando intento agarrarlo siento como un dolor inhumano recorre todo mi torso desde el cuello hasta el muslo de ese mismo lado. El hombro no responde, seguramente esté roto. Durante un instante me mareo y creo que voy a desmayarme…no, ahora no, me persiguen… ¡Corre!
 Avanzo a tientas por el jardín en dirección a la puerta de salida. A cada movimiento oleadas de sufrimiento castigan mi magullado cuerpo. La sangre empapa mi ropa y el hombro sigue sin dar señales de vida. Ya está cerca, la puerta, y también mi verdugo. Agarro los metálicos barrotes que me cortan el paso, intento escalar con mi brazo izquierdo pero es inútil. Grito en un desesperado intento de recibir ayuda. La angustia pesa y cada vez todo se vuelve más turbio. Pierdo las fuerzas. Oigo pasos detrás de mí. Me fallan las piernas y caigo al suelo, se me nubla la vista, lo último que veo es una figura de color negro encima mía, después todo se queda oscuro y yo nunca sabré cual es el rostro del hombre que puso mi punto y final, y que nunca sería castigado, pues no fue suya la mano de la tragedia.

L J Salamanca

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